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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
30 5 2010
El hombre que quería ser abrazado por Carolina Paton

Desperté a las seis y media de la mañana como todos los días; la alarma interna presionaba el botón en mi cabeza. Me doy vueltas y no encuentro nada, sólo el controlador del televisor que me acompaña enredado en la frazada de lana color vainilla. Yo no tengo muchos recuerdos, porque han pasado setenta años y mis pensamientos, a veces están un poco confusos. Lo primero que hago todas las mañanas es empinar mi cabeza para mirar el reloj, que está junto a mi mesa de noche. Ahí están los recuerdos: las fotos de mis tres hijos. Y el mundo de hoy retratado en un teléfono celular que me regaló un amigo, para no sentirme despreciado por la modernidad. Soy austero en mis gustos: un té con leche y unas tostadas con miel son mi desayuno. Y soy el hombre más feliz. Me apasiona la ciencia y los enigmas que presentará el mundo en que vivimos. Cuando cruzo con mi mente por los puentes de kilómetros eternos, y vuelo por el Canal de La Mancha, me imagino la vasta creación y trabajo de todos esos hombres que forjaron de la naturaleza un mundo nuevo para darnos el placer de movilizarnos por mundos insospechados. Me apasionan los puentes y los puertos. Hoy vivo en un puerto: “Boulogne sur mer”. Mis recuerdos de San Martin, exiliado en estas tierras y dejando a su única hija en Buenos Aires.

Tal vez mi vida se haya quedado un poco extraviada en un puente o un túnel. Desde los doce años, que perdí a mi padre, y mi madre que nos abandonó en mi parto; fui criado por un abuelo Inglés con toda la severidad del imperio.

Mi abuelo llegó por barco a Valparaíso y al bajarse no pudo sentir una atracción más brutal que con esas casas de colores, colgando y empinadas. Mi abuelo David, alto, fino de manos y dedos anchos, denotaban que no venía de una familia muy elegante. Sus padres provenían de Liverpool. Lionel, su padre trabajaba catalogando cartas para el condado en la oficina de correos. Claire, la madre atendía las tareas hogareñas que con bruma y grises cielos amenazantes de lluvia, le hacían la vida más difícil. Salir a comer al fish & chips era el placer más grande que tenía, su envoltorio en papel de diario recorrían la grasa impregnada en las noticias policiales del día. Al contrario de mi abuelo David, yo crecí con aires de haber nacido en la más conspicua de las familias, con gustos aristocráticos. Cuando tuve suficiente dinero me mandé hacer un anillo con sello. Me lo hice con un joyero amigo de mi abuelo en Valparaíso, también inglés, que había trabajado en una joyería en Edimburgo. Yo diseñé el monograma con dos manos entrelazadas agarrando una rosa. Mis amigos me apodaron “el siútico”. A mí no me importaba. Lo que menos tengo es el sentido al ridículo.

Mi abuelo David tenía una barraca de Maderas en el Cerro Concepción en Valparaíso. Me despertaba con los inconfundibles ruidos del aserradero. La ventana de mi dormitorio daba a la parte posterior de la barraca. Vivíamos en el segundo piso de las oficinas. Solía pasar horas mirando a los dos trabajadores que llevaban al hombro los pesados listones de madera. Mi abuelo me hacía trabajar después de la escuela. Dejaba mi bolso, me cambiaba de ropa y partía raudamente por la escalera empinada de nuestra casa. Le decía mi casa, a pesar de ser un piso sobre otro. Son tres pisos, el último también tenía un gran ventanal mirando a la bahía. En una esquina estaba el atril de mi abuelo, que pintaba marinas maravillosas. Él tenía un sentido de la estética y cada rincón, aunque, pequeño le ponía su toque. Compró un sillón Chesterfield, de segunda mano, a una familia inglesa que vivía en el cerro. En el comedor, la mesa siempre era muy bien puesta. No faltaba un plato, y todos los desayunos teníamos huevos revueltos o huevos a la copa. Yo era muy dormilón, mi abuelo no soportaba que su voz subiera de tono llamándome para que me levantara; claro que con su puntualidad británica, me levantaba dos horas antes de lo normal. Mi trabajo de ayudante en la barraca me hacía merecedor de un billete verde de muy poco valor. Para mí era la felicidad y me iba a la heladería a comprarme el cono más grande de helado de vainilla con chocolate. Mi camisa blanca del colegio quedaba con pintura cremosa de los helados, las manos pegoteadas. Mi abuelo David, a pesar de su severidad, era claro y conciso en sus palabras. Con la gente, a primera vista, se ve hosco y huraño. Sus cejas muy regadas no le hacen muy buena percepción a nadie. Tiene una tendencia a la exaltación de los valores, lo que no coopera con su austeridad de sentimientos. Los abrazos son poco frecuentes en éste, mí mundo. Hace días me fui a la plaza a jugar con un amigo y, como llegué media hora retrasado de la escuela, y no había lavado las tazas del desayuno, se armó la grande…Mi abuelo parado como una estatua, sin ninguna expresión en su tez transparente, seriamente, me dijo: —Sígueme hijo. —Yo suponía que no era nada bueno lo que me diría—. Para mi ingenuidad, no pensé que él tenía la costumbre de no dar sermones. Entramos a una de las bodegas de la barraca y vi que estaba con sal gruesa de mar, era una gran extensión con sal de mar. No sabía para qué mi abuelo me llevaba hasta allí. Me dijo: —Harold, híncate. —Abuelo hay sal y me dolerá mucho. —Te dijo que te hinques y no hables más—. —“Tú rompiste la regla número uno de nuestra vida, que es la puntualidad y esa regla es sagrada. Si no aprendes te verás en graves problemas en tu vida. La puntualidad es respeto y sensatez. Si vuelves a faltar a la regla tendrás que tomar tus cosas y buscar tu destino. —¡Entiendes!—. No hay oportunidades para los desobedientes. —Lo pasan mal en la vida. Ahora tienes que pagar la desobediencia con sal de mar, que purificara tu espíritu con el dolor que te llega al alma. Lo vi con su seriedad aterrante que me puse tartamudo y no pude articular palabra. Él, con sus ojos azules penetrantes y esa estampa que acalla las palabras.— Me sometí al mar de sal gruesa—. Los cristales de sal que me miraban fijamente y me nublaban la visión de dolor, mis rodillas se tambaleaban para menguar el dolor que subía por los dedos de mis pies y retorcía hasta el último pelo de mi rubia cabellera. Mis ojos se desteñían en azul pálido; mi tez se enrojecía, mis oídos no eran capaces de escuchar nada alrededor. Después de diez minutos interminables, contados con cronómetro en mano. Pude, lentamente ir arrastrando una rodilla y luego la otra con quejidos. La sal se transformó en un mar de marea roja…y como machito que soy, me despegué de la sal y aguante el grito de dolor. Mi abuelo me felicitó. Well done!, Bien hecho hijo. Serás un hombre de bien. Quería que me abrazara y se sintiera orgulloso de mí. A mi pesar, los abrazos no estaban contemplados en los atardeceres ni en ninguna hora del día. Salvo cuando venía una vecina que nos vendía los huevos frescos y queso. Ella cada vez que me veía me decía: —¿Cómo está esa cabecita de oro?, Harold ven para darte un abrazo. Me apretaba fuerte, sentía su tibio calor, sus brazos regalándome el cariño que tanto añoraba. No todos los hombres estamos hecho para ser abrazados…

Bueno, ahora la vida me ha cambiado, los atardeceres me doy abrazos en “Boulogne sur mer” con mis amigos y ha sido el mejor remedio para la tristeza y soledad.

Se me olvidaba contarles que mis amigos del edificio donde vive este viejo retirado, son buenos para las bromas y, cuando les conté mi historia, me trajeron el día de mi cumpleaños a tres niñas de un cabaret cerca de la plaza. Lo pasamos…ustedes se imaginarán, abrimos unas botellas de champaña y jugamos a un juego que se los recomiendo no se llama la silla musical… se llama: “Quién abraza se queda con su…”

(Pueden poner el nombre que deseen). No se equivoquen varias veces. Gracias por leerme, atentos saludos,

H. Burton


(Viajero de puertos. Valparaíso/Boulogne sur mer).