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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
29 5 2010
Orinoco Flow por María Mercedes Jiménez

María del Carmen Toro entendió a temprana edad que el desencanto de esta vida podía remediarse, y que de ninguna forma estábamos condenados a cumplir con los compromisos y órdenes con que nos llenaban la existencia desde niños, pues siempre era posible escaparse y hacer lo que se quisiera, aunque fuese en términos imaginarios. Y este fue el único hábito que conservó de su infancia y su vida anterior, aquella capacidad maravillosa que habría de ganarle la fama de distraída y olvidadiza que la acompañó en esta y todas las existencias, pues en cuanto algo no le agradaba o se sentía asida a cadenas invisibles que le impedían moverse a voluntad, la entusiasta e indetenible mujer suavizaba el gesto y la mirada se le perdía en la observación invisible de ella misma haciendo otras cosas, siendo una persona diferente, teniendo otro mundo que conquistar y poblar con su amable temperamento, su voz armoniosa, sus modales de muchacha refinada. Viéndola, era posible creer que se conocía su pasado, pero esto era sólo una ilusión que duraba la misma cantidad de tiempo que su escape de este mundo y pronto, el misterio volvería a rodear su persona, abandonando lo que fue en las tremendas aguas del olvido.

Nunca se supo nada de su origen, de manera que aquello que llegó a ser antes de llegar a Santa Cruz del Orinoco permaneció siempre entre las sombras de las identidades que han sido devoradas por las fauces temibles de los caimanes. Podría decirse entonces que volvió a nacer el día que llegó al polvoriento pueblo de cuatro calles donde habría de encontrar una existencia distinta a la que vivió, pero a la que se acomodó sin pesar alguno, como si hubiese venido desde muy lejos a cumplir un destino ya visto en sus manoseadas cartas de Tarot, heredadas de quien sabe quién y que siempre guardaba en los bolsillos internos de sus faldas largas y amplias, frescas y diferentes, como toda su persona. Consciente de la oportunidad única que la vida le entregaba, se lanzó sin pensarlo demasiado a estas múltiples posibilidades que se abrían ante sus ojos grandes y azules, plenos en una profundidad que sólo demostraba las muchas dimensiones de humanidad que había visto y que desde este instante rechazaba para siempre, obligándolas a perderse en las cuevas de las historias nunca dichas y jamás recordadas.

De ella sólo se supo una cosa: Había venido en uno de los muchos barcos que recorrían frecuentemente el camino fluvial del poderoso Río Orinoco, pleno en bellezas naturales que encantaban a propios y extraños, conmovidos por la magnificencia de un territorio cuya existencia resultaba difícil de creer. Había llegado en el silencio de una tarde calurosa, vestida elegantemente y cargando con una sola maleta, sin más señas que su fuerte disposición para crear una vida ajena a todo lo que quién sabe había sido antes, pero que sin duda había resultado tan devastador, que su hábito escapista no había logrado salvarla. Cubierta con un halo de misterio que no hizo sino profundizarse con los años y su forma de comportarse, fue desde entonces el sujeto de la curiosidad y hasta la envidia de muchos, encantados por su hermosa figura y una extraordinaria capacidad para permanecer inmune ante la peor de las tragedias; aunque esto la implicara a sí misma, víctima de una enfermedad oscura e indetenible que la devoró en un par de meses y que la salvó sin embargo de las penosas dolencias de la vejez. Cuando murió, no tenía más de sesenta años y aún su rostro conservaba la belleza de los espíritus que se niegan a vivir sin defensas, sin distracciones.

Su largo viaje por la ribera del Orinoco se inició durante unas fiestas de carnaval y esto supone que la huída de sí misma fue escondida entre los festejos, cosa que con seguridad le permitió subir al barco del olvido sin mayores explicaciones ni sospechas. Perdida entre el bullicio de las bandas que tocaban día y noche sin cesar, y de la gente que se complacía en mantenerse disfrazada para sorprender a los familiares que los esperaban en cada puerto, la muchacha pudo permanecer en la tranquilidad de la ausencia de identidad, encantada porque por primera vez podía tomar su propia vida por las riendas de su voluntad y decidir, decidir, decidir, dejándose llevar por la simpleza de una alegría que desconocía y frente a la cual, no era preciso entregarse a la fantasiosa contemplación de sus egos alternativos, haciendo cosas distintas a estas que experimentaba ahora, porque no recordaba haber sido más feliz que en este instante. Todo su ser resplandeció sin limitación alguna y fue entonces como supo que su mejor producto de belleza, era la libertad.

Su corazón, para siempre cerrado al pasado, se abrió sin dudas a este nuevo estado de cosas y de un chasquido, decidió olvidar y entregarse al viaje que la llevaría a recorrer un camino inesperado por todas las ciudades, pueblos y caseríos apostados a las orillas del inmenso y poderoso rey Orinoco, padre omnipotente de las criaturas más maravillosas que puedan existir sobre este mundo, poblado de absurdo. Se sintió renacida, creciendo y alimentándose en este vientre oscuro de aguas quietas sólo en apariencia, en posición fetal, creciendo mientras se dejaba llevar por las misteriosas corrientes internas plenas en seres mágicos que le daban la bienvenida con sus órganos de fantasía, sonriendo desde un fondo que no podía apreciar bien desde las barandas del barco, respirando profundamente por primera vez, aspirando el intenso olor de la vegetación apostada a sus anchas, en un momento primigenio y dichoso, anterior a las malignas dragas petroleras que vendrían después; ganando a cada tramo la confianza necesaria que reafirmaba que abandonarse a sí misma en este trance desconocido, había sido la mejor decisión tomada, la más acertada.

Entonces sus sueños se llenaron del Orinoco. Recostada levemente sobre la cama, se sentía flotar en estas aguas mágicas, los brazos extendidos y los ojos cerrados, segura de que nada podría pasarle porque había sido adoptada por la misteriosa corriente del río, que la rodeaba con una burbuja invisible que la protegía de los predadores y el clima húmedo y perverso. Por primera vez desde que recordaba, durmió una noche completa y en los días sucesivos, se sintió completamente relajada, lo que hizo que creyera que su sonambulismo se había acabado del todo, pues no había pasado día alguno desde que había aprendido a caminar en que no se hubiese levantado a realizar sus actividades cotidianas o a conversar de lo que más le preocupaba. Despertada por el canto de los pájaros, María del Carmen sonreía recordando los inútiles esfuerzos de su madre, quien colocaba toallas mojadas a los pies de su cama y ella, como conducida por poderosas fuerzas que la salvaban de cualquier mal, pasaba por encima de este ingenuo artilugio con la ligereza propia de su cuerpo leve, evitando siempre despertarse y acudiendo a su cita nocturna con la repetición infinita de su ser diurno.

Divertida por los festejos que invadían la embarcación con su ruidosa algarabía, la hermosa mujer que casi se asomaba a la treintena, se reía a sus anchas, sabiéndose emancipada en un viaje que la conduciría al interior de sí misma, a establecerse definitivamente como ama y señora de los dominios de su existencia, ahora más que nunca suya. Durante esos días felices, se complacía con subir a la cubierta a pasear su distinguida figura y entretener sus ojos con las celebraciones, llenas de una ingenuidad que la apartaban sin dificultad de aquellas que solía ver en su patria, ya a estas alturas desdibujada por los intensos colores del trópico. Se recordaba entonces en su niñez, perdida en sus fantasiosas cavilaciones, soñando con no llamarse María del Carmen, con no ser hija de sus padres o hermana de sus hermanos, libre de las obligaciones de su apellido, feliz por haber encontrado un camino por donde huir y desarrollarse en la plenitud de sus ganas, en un país exótico en donde el tiempo y el espacio se concibieran de una manera diferente. De pronto, la muchacha se dio cuenta que sus fantasías tenían algo de realidad y que con ellas había construido su futuro.

Fue así como la indecisión comenzó su camino de extinción y la muchacha, rodeada de todas las posibilidades que imaginaba desde que tenía uso de razón, se sintió con el poder suficiente para dejarse llevar por los signos que este camino encantador le iba dando, pues en el fondo, ella sabía a dónde dirigirse. Su semblante, suavizado por los fenómenos naturales que llenaban sus ojos de la magnificencia de un mundo aún sin explorar del todo, revelaba la eterna sabiduría que cobija los corazones de las mujeres que han vivido más de lo que hubiesen querido y ante la fuerza de una existencia que se niega a doblegarse, cierran los ojos tranquilamente, buscando redimensionar, encontrando en su interior la fuerza necesaria para construir desde las cenizas. Desde entonces, se entendió a sí misma como una extranjera que quería apropiarse de la magia de estas tierras y dejar de ser eso, una extraña enferma de nostalgia, para convertirse en uno más de los habitantes del lugar, acostumbrados al clima inclemente y viviendo una vida simple, revelada en la mirada tranquila de quien se alimenta de la inmensidad del río y existe en torno a las mareas fluviales.

Respirando profundamente, María del Carmen Toro arrojó por la borda todo aquello que le pertenecía y que la identificaba como una ciudadana de un país específico, miembro de una comunidad o de una iglesia cualquiera, hija de unos padres o hermana de ciertos hombres y en este acto, exorcizante, se encontró pensando que tantas catalogaciones nunca le habían sido útiles para vivir en un mundo que nunca sintió suyo, como este, que a cada tramo le daba la bienvenida con su poderoso calor y su vegetación de un color imposible. Ella era un ser humano sujeto a tantas limitaciones, que habría llegado a sentirse como un perro detenido por las cadenas que sus amos amorosamente le prodigaban para que dejara de ser tan animal, tan sinceramente natural y se comportara como no estaba destinado a ser, siempre sentado o echado a los pies de la familia, sin masticar un calcetín o un zapato descuidado por los niños. Así se había sentido ella en su momento y de ahí el efecto liberador de tirar sus documentos para que fueran equivocadamente devorados por los caimanes, gordos y atentos a todo lo que se moviera en estas aguas hermosamente oscuras.

El barco se acerca lentamente a uno de los destinos menos importantes del viaje, un pueblo, casi un caserío, doblegado por el sol inclemente que llena todo de una claridad devastadora y distingue a sus pobladores por el ceño eternamente fruncido, posiblemente debido a la severidad del clima o como María del Carmen Toro decide creer, por la severidad de una existencia cuya sencillez amenaza con derrumbar cualquier argumento filosófico. Encantada por el color marrón de las casas de bahareque, distribuidas con la lógica de quien vive del Padre Orinoco, la mujer sin pasado se afinca de las barandas para oler el humo que viene de las cocinas, a esta hora atareadas por la preparación de la comida para los hombres, siempre ocupados en las labores de pescar, cazar o cultivar una tierra bendecida por una fertilidad sólo explicable gracias a las buenas influencias del río, el dador de vida en estos territorios olvidados y nunca explorados. El ruido de las campanas anuncia que algún pasajero desembocará en este pueblo y ella, mirando al muelle, observa a la única persona que está en él, esperando pacientemente, como una figura fantasmal en medio de tanto silencio y soledad.

La muchacha se queda mirando al hombre de alta estatura que viste impecablemente de blanco en medio del calor del mediodía y cuyo rostro es apenas visible pues se encuentra oculto bajo el elegante sombrero de pelo e guama. Mirándolo con atención, parado en el muelle de la soledad con la espalda rectísima y las manos ocupadas en acariciar un hermoso bastón de madera, la muchacha adivina la rigidez de un carácter sometido a las vicisitudes de las muchas revoluciones y guerrillas emprendidas contra las malsanas dictaduras de la época. Se lo imagina entonces sin equivocarse, subido a un caballo y con el arma en la mano, gritando fieramente, abalanzándose sobre los pobres objetos de su furia ideológica, aunque condenado irremediablemente a perder, pues la Democracia está a muchos años de distancia y ni siquiera vivirá los suficiente para que su único ojo pueda admirarla. María del Carmen Toro, la mujer sin pasado aparente, se acomoda mejor en la baranda y en este acto, se va conectando con este hombre fascinante que está tan solo como ella, tan perdido como ella, tan necesitado de amor como ella.

Es así como en un gesto inesperado, en un arrebato casi tan violento como aquél que la hizo subirse a este barco para escaparse de una vida signada por el abandono de su voluntad, corre como loca hacia su camarote para tomar la única maleta que ha traído con ella y sin mediar palabras con nadie, se apresura a bajarse de la embarcación para plantarse frente al recio General León, quien sorprendido por esta mujer tan distinta a todas las que ha conocido, olvida por completo el motivo de su presencia en el muelle y perdido en la belleza de unos ojos tan azules como el mar que desconoce, se queda sin palabras ni ideas, separado del mundo por este tornado que sonriendo y sin ahorrar en ademanes o modales hipócritas, le dice con su fuerte acento de española pudiente: He venido hasta aquí para casarme con Usted.

 

acerca del autor
María Mercedez

María Mercedes Jiménez nació en Caracas, Venezuela, en Marzo de 1974. Es egresada en Filosofía de la Universidad Católica Andrés Bello y posee estudios de Maestría en Filosofía de la Universidad Central de Venezuela. Su carrera professional se ha desarrollado en los ámbitos educativo y editorial; desempeñándose como Profesora de Filosofía en el bachillerato venezolano y como redactora y editora de publicaciones y editoriales de ese país. Prosista por preferencia, ha escrito una serie de cuentos enfocados en la temática existencial, y en estos momentos, se encuentra escribiendo su segunda novela, Runa. Actualmente, María Mercedes Jiménez vive en Abilene, Texas. EU.UU.