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Desde 2001, difunde la literatura y el arte — ISSN 1961-974X
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Narrativa
8 11 2009
Las lecturas de Remigio (cuento) por Ricardo Gattini

—Remigio, con más cuidado –me regañó Renard, el nuevo chef del restaurante, con su acento afrancesado pero en un correcto castellano, aprendido, se notaba, con cierta metodología. Él era muy joven y venía de hacer sus primeras armas en un hotel de la costa norte de Francia. Aquí había llegado como una gran solución para el negocio. La familia dueña del local había visto con una actitud desganada, la sostenida baja en la asistencia de público durante los últimos años: una expresión de implacable castigo a su impavidez comercial, inédita desde que la generación anterior dejó de trabajar en el establecimiento, considerado en su época como uno de los mejores lugares de comida del país.

—Con delicadeza, Remigio, con cadencia y cierto estilo –me decía–. La comida entra primero por la vista, Remigio. Yo me despaturro –resultaba graciosa su pronunciación de esta palabra– los sesos diseñando un plato y pongo el máximo esmero en ordenar sus ingredientes para obtener una pequeña obrita y tú, Remigio, al llevarlo a la mesa de los comensales, lo desordenas todo con tu caminar atolondrado.

Con disimulada molestia, le expliqué a Renard que muchas veces debía llevar tres platos repartidos entre el antebrazo y la mano izquierda y dos a mi lado derecho. Por lo tanto, inevitablemente se desnivelaban. De lo contrario, había que hacer múltiples viajes a la misma mesa.

—Inevitablemente —exclamó el chef, repitiendo irónicamente mis palabras, y prosiguió:

—Se puede evitar si llevas los platos de a uno en cada mano, caminando despacio, con prudencia. Y si es necesario ir a la mesa cincuenta veces, pues deberá hacerse. Qué sacan ustedes con llevar cincuenta platos a la vez si tienen que esperar su preparación y ustedes, entretanto, no hacen nada. Mientras más veces vayan a su mesa, mejor se sentirá atendido el cliente.

Así, tuvimos que cambiar nuestras prácticas desde que llegó el francés. Antes servíamos comida estándar, esa que cualquiera puede hacer en su casa, como el pollo asado con una porción de papas fritas, puré o arroz tirado con un cucharón lleno, sin importar como se derrumbara sobre el plato. El máximo signo de intención para agradar al cliente consistía en rociar la ración con abundante jugo grasiento, producto de la cocción de las carnes. Por supuesto, no importaba entonces si la presa llegaba al ávido solicitante, acurrucada a la guarnición o montada a caballo sobre ella.

Antes de la llegada de Renard no había mucho público, y el concurrente tenía la paciencia de aguardar largo rato que le lleváramos el pedido. Esto me permitía tener lapsos para volver a las páginas de mis libros siempre abiertos. Camuflados en un rincón, a ratos acudía a ellos para avanzar algunos párrafos.

Como lector, tengo la manía de pensar y repensar las conexiones de un pasaje con otros de la misma narración; y subrayo una palabra que no entiendo para, después, buscar su verdadero significado en el diccionario o en alguna enciclopedia. También marco todo aquello que deseo recordar; incluso copio en el margen superior las frases vitales. Esta práctica casi enfermiza pospone la lectura, transformándola en un viaje de innumerables trechos inconexos. Por eso, los cuentos eran los relatos que más se adaptaban a las circunstancias.

Este vicio del sobreanálisis se inició en San Fernando en donde las oportunidades de obtener libros nuevos eran escasas para los ingresos de nuestra familia, y las librerías de viejos casi no existían. Entonces, el recorrido del preciado texto, en el que trataba de hurgar en sus páginas hasta con mis manos lo que el autor deseaba revelar, se alargaba hasta el infinito si hubiera sido necesario para empalmarlo con una próxima lectura. En realidad, no llegaba al final de una novela si no tenía en la mano una próxima obra. Desde aquel tiempo, cuando llego a las últimas páginas me angustio, me pongo nervioso y leo un final equivocado, distinto al que logro entender en una nueva lectura, ya más tranquilo. Corrijo entonces el texto en mi mente; aunque en mi memoria queda el erróneo para siempre: con seguridad era el desenlace que yo quería que fuera.

En el restaurante, en cambio, cuando llegué leía cuanto podía y de la forma que las ocasiones me las otorgaban. El sueldo más las propinas no reunían los requisitos para convertirse en un ingreso satisfactorio. Sin embargo, el trabajo aportaba la alimentación, algo muy importante, y el horario me permitía seguir mis estudios para llegar a ser licenciado en literatura. Por ese motivo había dejado mi ciudad, viviendo en un cuarto de una pensión modesta en la calle Domeyko; pero bien calefaccionado, también un elemento inapreciable.

A mi mundo de comida, calor y literatura llegó este Renard francés que me impedía leer furtivamente: un método que había desarrollado hasta la perfección. En pocos minutos y segundos, había logrado concentrarme de tal manera que mi capacidad de comprensión llegaba a retener imágenes de largo desarrollo: un remedio para mis excesos de análisis, como quien sigue una acertada receta para dejar de fumar.

En un principio odiaba a Renard. Lo detestaba, porque ya no contaba con esos instantes para ejercer, para militar en la literatura; y esa práctica me permitía también entender las materias y cumplir con lo que me exigían en la facultad.

Poco a poco comenzó a llegar más gente, y gente de otra clase. Mis lecturas subrepticias habían diminuido hasta su casi eliminación. Las poquísimas oportunidades que tenía, eran abortadas por Carlitos y Hugo, quienes deseaban evitar que la atención a los clientes se viera afectada con mis distracciones. Estábamos ganando más dinero, sobre todo por propinas, y no deseaban que los dueños levantaran la vista para buscar más garzones. Ellos me trajeron a este trabajo directamente de nuestro provinciano barrio y sentía que les debía cierta obediencia.

El efecto había sido considerable: Renard ya participaba en el negocio, subió los precios, aconsejó cambios en la decoración, hizo una carta de menú con una atractiva presentación y exigió en la cocina y en los comedores una limpieza propia de los hospitales. Hasta salimos en el diario en la sección de la crónica culinaria.

Fue en esa época cuando llegó Alberto con Ana, quienes se sintieron muy a gusto y dijeron haber comido tan bien que, cuando los fui a dejar a la puerta –eran de los últimos comensales en abandonar el local– me aseguraron que volverían cuantas veces desearan comer bien en un restaurante, y que lo recomendarían con entusiasmo a sus amigos. Se notaba que eran profesionales con más de treinta años de edad y de ingresos altos. Él, mientras conversaba, batía maquinalmente sobre su mano izquierda la llave de un auto en cuya paleta se leían con claridad las letras BMW.

Lo que anunciaron, lo cumplían a cabalidad. Alberto y Ana, o como se llamaren, acudían al restaurante en forma regular y casi sistemática. No pagaban con documentos en donde ver sus nombres: siempre lo hacían los dos a medias y en efectivo. Hubo una época en que se ausentaron por unos meses. Cuando volvieron, Alberto lo hizo con Bernardita y Ana con Bonifacio. Por una rara casualidad, nunca coincidieron en un mismo día, a pesar que la frecuencia era la misma de antes.

Hasta aquí todo esta historia me parecía muy normal. Mejor dicho, parafraseando algún autor español, no me parecía nada, porque las cosas normales no deben parecerles algo a uno, de lo contrario, no serían tales. El primer indicio de dificultad para mi entendimiento, surgió cuando llegó Bonifacio con Carolina y lo hizo en la misma noche que Alberto con Bernardita. Me dije: qué situación incómoda, pero pensándolo bien, si todos provienen de distintos ambientes, no tenían por qué conocerse. De hecho, ni se miraron a pesar de estar ubicados en mesas contiguas.

El problema, en verdad, se presentó cuando hizo su entrada al local Bernardita con Camilo, y al rato después Carolina con Demetrio. Como no entendí esa situación y, presumía que ya no memorizaría tantos rostros, comencé en esos momentos a dejar registrado en un cuaderno los movimientos de las personas recordándolo todo desde el inicio: mi vicio de sobreanálisis me había llevado al extremo de anotar los nombres que había inventado desde un principio usando la primera letra en la secuencia del abecedario. En un primer momento, probé en usar las letras del alfabeto griego, pero cuando empecé a juntar el alfa con la beta, me pareció más una prueba de álgebra o un problema de geometría: en ninguna de esas materias mostré alguna facilidad en el colegio. Las deseché, y resolví la cuestión de un modo más literario.

Luego comencé a registrar los días de asistencia, con el horario de llegada y de salida de cada pareja, lo que habían comido y el traje que vestían. Llené páginas y páginas con datos. Como no visualizaba el conjunto de sucesos, hice una representación gráfica con rectángulos: en cada uno colocaba un nombre, conectándolos unos con otros mediante líneas, a la manera del organigrama que estaba en el diario mural de la facultad en donde se mostraban las posiciones y dependencias de cada una de las autoridades. Como las hojas de cuadernos ya no aceptaban la amplitud de la red de nombres y fechas, tuve que comprar unas láminas para dibujo que pinchaba con alfileres en la pared de mi cuarto, en las que subido a una silla logré copiar el enjambre de datos; y donde los corregía y actualizaba en forma constante.

Los nombres se repetían en parejas cruzadas que cambiaban la elección de los platos, como también los horarios de aparición y el tiempo que permanecían como era el caso de Hugo con Luisa. Pero cuando llegué a incluir a Zacarías con Zara, ya no daba más con esta manía de seguir la pista de cuanto personaje cruzara la puerta del restaurante que estuviera ligado con alguno de los anteriores. No hallaba qué hacer, si desechar toda esa información adquirida, o cortar por mi cuenta la historia relacionada, para que ésta siguiera sin mí, y dejar sólo sus vestigios en la pared de mi cuarto. Como fuere, entendí que debía poner fin a este vicio que me estaba agotando, y no me dejaba trabajar ni estudiar tranquilo.

Una calurosa noche de diciembre, cuando terminaba mi último año de estudios, llegó una joven pareja muy simpática y extrovertida. Él muy alto y delgado: ella, más bien bajita, levemente gruesa, blanca y rubia con el pelo tomado atrás como cola de caballo. Se maravillaron con los platos de Renard de los cuales nosotros ya sabíamos de memoria los nombres en francés, sus ingredientes y método de cocción. Les gustaba especialmente el volumen que adquirían las pequeñas torres que se erigían como castillos de naipes, formadas por fetas de carnes, ramitas de verduras y rodajas de papas o de zanahorias caramelizadas; como también las figuras dibujadas con los trazos de salsa sobre el fondo blanco del plato.

Cuando se fueron, ya tarde, me dijeron con las mismas palabras, lo que expresaron la primera vez Alberto y Ana: volverían cuantas veces desearan comer bien en un restaurante, y nos recomendarían con entusiasmo a sus amigos. Recién, cuando me dieron la espalda para irse, caí en cuenta lo grave que eso podría significar para mí. Entonces, sin querer deslicé en voz muy alta aquello que estaba pensando:

—Ojalá que se casen pronto.

Él volteó la cabeza hacia atrás por su izquierda y, me hizo un gesto exagerado de acritud. Ella, por su derecha, giró su rostro hacia mí, batiendo al aire su cola de cabello, y me recompensó con una amplísima sonrisa que, al cerrar a la vez un ojo, convertía al guiño en una expresión de aprecio y complicidad. Cuando la joven volvió a su camino, echó hacia atrás su mano izquierda y con el dedo índice punzó entre las nalgas al muchacho con tanta determinación que lo hizo saltar varios pasos hacia delante.